Hace un par de semanas salió en varios medios un artículo sobre ojos artificiales desarrollados en el MIT. En seguida me recordó a dos casos cercanos.
Un amigo mío tuvo la mala suerte de que su hija nació ciega. La ceguera de la niña se debió a un nacimiento muy prematuro, lo que hizo que el ojo no se desarrollara. Sin embargo, el nervio óptico está intacto. Este amigo vive fuera del país, y hace ya unos años que no nos vemos. La última vez que estuvimos juntos me contó que él está convencido que, antes o después, su hija va a ver. Es sólo una cuestión de tiempo.
Ya hay dispositivos que se conectan al nervio óptico y permiten una visión muy básica, pero suficiente para, por ejemplo, cruzar una calle, o reconocer una persona de cerca.
Su dilema es en qué momento jugarse. Cuanto más espere, más se desarrolla la tecnología. Pero cuanto más espere, más difícil será para la niña aprender a mirar, cosa que no es nada trivial. Confieso que al escucharlo contar su historia, tuve que hacer un esfuerzo por contener una lágrima, mezcla de angustia y esperanza.
Otro conocido mío tiene una hija un poco mayor, en su caso sorda. En ese caso, le hicieron un implante de un dispositivo, de mucho menos tecnología, dentro del oído. La meta del dispositivo es que pueda escuchar un timbre, o el ruido de un auto. Lo último que supe es que la adolescente estaba pasando por un período de entrenamiento, y que le venía siendo muy difícil.
La tecnología a veces va mucho más allá de los gadgets.
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